Un amigo mío cuenta la siguiente anécdota acerca de algo que ocurrió cuando él era un niño.
Al término de una comida en familia, su madre comunicó a los cinco hermanos y hermanas que, para postre, comerían las galletas que habían sobrado de una hornada hecha la víspera, después de lo cual depositó la galletera encima de la mesa. Los cinco chiquillos se lanzaron a la caza de galletas, y, como es natural, el pequeño, que tenía sólo cuatro años, fue el último en conseguir introducir la mano. Cuando lo hizo, encontró una sola galleta, a la que le faltaba un trozo, ante lo cual la arrojó furiosamente al suelo llorando, desesperado: “¡Mi galleta está rota!”
Es propio de la naturaleza del Niño confundir la decepción con el desastre, destruir toda la galleta porque le falta un trozo o porque no es tan grande, tan perfecta o tan sabrosa como la galleta de otro. En la familia de mi amigo, la anécdota pasó a convertirse en la réplica habitual ante cualquier queja o protesta: “¿Qué te pasa? ¿Se te ha roto la galleta?”
Eso es lo ocurre cuando un matrimonio se hace pedazos. El Niño se adueña de uno de los cónyuges, o de los dos, y todo el matrimonio se hace añicos cuando empiezan a aparecer imperfecciones.
El matrimonio es la más complicada de todas las relaciones humanas. Pocas alianzas pueden conducir a emociones tan extremadas o pueden pasar tan rápidamente de las posiciones de máxima felicidad a la fría acusación legal de crueldad mental. Si nos detenemos a pensar en la masa de datos arcaicos que cada uno de los cónyuges aporta al matrimonio a través de las contribuciones continuas de su Padre y de su Niño respectivos, comprenderemos fácilmente la necesidad de que ambos posean un Adulto emancipado, como condición indispensable para que esa relación funcione. Y sin embargo, la mayoría de los matrimonios son afectados por el niño, que concibe el amor como algo que se siente y no como algo que hacemos nosotros mismos, y que entiende la felicidad como algo detrás de lo cual se corre y no como un producto secundario que se obtiene cuando se trabaja por la felicidad de otro y no por la propia. Raros, y afortunados, son los jóvenes esposos cuyo Padre contiene la impresión vivida de lo que es un matrimonio feliz. Son muchos los que nunca han visto tal cosa. En esos casos, se forman del matrimonio un concepto romántico y falso, a través de las novelas que leen, en las cuales el marido tiene un excelente empleo como joven ejecutivo de una importante empresa de publicidad y llega cada noche a su casa con un ramillete de flores para su radiante y esbelta esposa que le espera en el alfombrado hogar de cincuenta mil dólares a la luz de unas sugestivas velas, y con el tocadiscos de alta fidelidad en marcha. Cuando la ilusión empieza a hacerse añicos, cuando las alfombras de precio se convierten en esteras confeccionadas a mano por la familia política y el tocadiscos no funciona y el marido pierde el empleo y deja de decir: “Te quiero”, surge el Niño, con la grabación de “la galleta rota” y la escena acaba con un destrozo total. Lo tomado a préstamo es la ilusión y el desencanto lo tiene el Niño. Sentimientos arcaicos de NO ESTAR BIEN contaminan al Adulto de los cónyuges y, no pudiendo revolverse contra nadie más, se revuelven uno contra otro.
Desde muy antiguo se ha reconocido que los mejores matrimonios suelen resultar cuando los cónyuges proceden de ambientes similares y poseen intereses “reales” similares. Pero cuando es el Niño el que se encarga de “arreglar” el matrimonio, a menudo se dejan de lado importantes discrepancias, y un contrato donde se dice “hasta que la muerte nos separe” se basa en semejanzas tan insuficientes como “a los dos nos encanta bailar”, los dos queremos montones de hijos”, “los dos adoramos los caballos” o “a los dos nos gustan las cosas ácidas”. La perfección se juzga por criterios de esa entidad: hombros anchos, dientes deslumbrantes, senos voluminosos, coches relucientes o cualquier otra maravilla igualmente perecedera. A veces el lazo se establece sobre la base de una protesta común a los dos, partiendo del presupuesto erróneo de que el enemigo de nuestro enemigo es nuestro amigo.
De la misma manera que dos chiquillos enojados con sus madres se consuelan mutuamente en su común desdicha, así algunas parejas se enfrentan juntas al mundo entero, en actitud de protesta contra los malvados “ellos”. Los dos odian a sus familias, odian a sus falsos amigos de otrora, odian a los “situados” u odian esas fatuas instituciones de la “superficialidad”: el juego de bolos, el fútbol, los baños y el trabajo. Existen sumergidos en una folie a deux en la cual comparten las mismas ilusiones engañosas. Pero pronto se convierten en objetos de su propia amargura, y lo que antes era el juego de “toda la culpa es de ellos”, ahora se convierte en el juego de “toda la culpa es tuya”.
Uno de los métodos más útiles para examinar las semejanzas y discrepancias es el uso del análisis conciliatorio por parte de un consejero prematrimonial que construya un diagrama de la personalidad de la pareja que piensa casarse. El objetivo consiste no sólo en exponer las semejanzas y las diferencias obvias, sino en llevar a cabo una investigación más profunda acerca de lo que se encuentra grabado en el Padre, el Adulto y el Niño de los futuros contrayentes.
Una pareja que se dispone a realizar esa investigación ya puede decirse que tiene un buen tanto a su favor, por cuando es evidente que toman lo bastante en serio el matrimonio para pensarlo bien antes de dar el salto. Pero puede darse el caso de que uno de los albergue graves dudas acerca de la oportunidad de la alianza y emprenda la investigación por su propia cuenta. Tal fue el caso de una joven que formaba parte de uno de mis grupos de tratamiento. Me pidió hora para una consulta individual con el fin de debatir su dilema a propósito de un joven con el cual había salido varias veces y que le había pedido en matrimonio. El Niño de la muchacha se sentía inmensamente atraído por él, pero había otros datos que llegaban a su “ordenador” y que le inducían a preguntarse si sería o no un acierto casarse con él. La muchacha había aprendido perfectamente a utilizar el P-A-N y me pidió que la ayudara a examinar aquella relación, estudiando el contenido del P-A-N de cada uno de ellos.
Primero comparamos los respectivos Padres. Descubrimos que la muchacha tenía un Padre muy vigoroso, que contenía infinidad de normas de conducta, órdenes y prohibiciones. Entre ese material figuraba la advertencia de que no se debe lanzarse al matrimonio sin previa reflexión. Había ciertos elementos de autocomplacencia del tipo de “los de nuestra clase somos los mejores”. Contenía también ideas tales como “dime con quién andas y te diré quién eres” y “no hagas nada que no sea digno de ti”. Figuraban así mismo en el Padre las grabaciones iniciales de una vida hogareña perfectamente organizada, en la que la madre era la reina del hogar y el padre trabajaba de firme y hasta muy tarde en la oficina. Había también sinnúmero de datos acerca de “cómo se deben hacer las cosas”, cómo se celebra un cumpleaños, cómo se adorna el árbol de Navidad, cómo se educa a los hijos y cómo debemos comportarnos en la vida social. El Padre de la joven ejercía una importante influencia en su vida por cuanto sus grabaciones habían sido más o menos consistentes. Aunque su rigidez resultaba opresiva en ocasiones y producía considerables sentimientos de “NO ESTAR BIEN” en el Niño, en el caso de mi cliente ese Padre continuaba, sin embargo, siendo una fuente incesante de datos en todas sus conciliaciones actuales.
Pasamos después a examinar el Padre del muchacho. Sus padres se habían divorciado cuando él tenía siete años, y lo había educado su madre, quien le prestaba una atención esporádica pero lo colmaba de posesiones materiales. Esa madre era, por su parte, una persona dominada por su propio Niño, altamente emotiva, y exteriorizaba sus sentimientos en impetuosas exhibiciones de gasto que alternaban con ataques intermitentes de malhumor. El Padre no aparecía para nada en la cinta salvo en una grabación que lo calificaba de “pillo redomado como todos los hombres”. El Padre del joven se hallaba tan desintegrado y fragmentado y era tan inconsistente que en las conciliaciones presentes no podía dominar ni siquiera moderar el comportamiento del muchacho, dominado por su Niño. El Padre de la muchacha y el Padre de su novio no sólo no tenían nada en común, sino que el Padre de ella no aprobaba al Padre de él. Pronto resultó evidente que había poca base para que existiera una conciliación Padre-Padre acerca de ningún tema, con lo cual se hacía imposible toda conciliación complementaria a ese nivel.
Pasamos entonces a investigar el vigor del Adulto de cada uno de los dos y a valorar sus intereses reales. Ella era una muchacha inteligente y culta que sentía interés por muchas
cosas. Le gustaba la música clásica, al mismo tiempo que la de última moda; conocía los clásicos de la literatura; le gustaban los trabajos manuales y gozaba creando motivos de decoración para el hogar. Le interesaban las discusiones sobre filosofía y religión, y aunque no podía aceptar las creencias religiosas de sus padres, sentía que era importante tener alguna clase de “creencias”. Era una persona reflexiva e inquisitiva. Le preocupaban las consecuencias de lo que hacía y se sentía responsable de sí misma. Había en ella ciertas zonas de prejuicio que identificamos como la contaminación de su Adulto por el Padre, como por ejemplo: “Un hombre de más de treinta años que sigue soltero no puede ser una buena persona”; “Una mujer que fuma es capaz de cualquier cosa”; “Actualmente, quien no sea capaz de acabar una carrera es un perezoso”; “¿Qué se puede esperar de un hombre divorciado?”
En contraste, su amigo y casi novio tenía un Adulto contaminado por el Niño. Continuaba siendo indulgente para consigo mismo, como lo había sido su madre para con él cuando era un chiquillo. Había sido un estudiante mediocre en segunda enseñanza, y había abandonado los estudios universitarios en el primer semestre, porque “no le interesaban”. No era tonto, pero sentía muy poco interés por las cosas serias que eran importantes para la chica. Opinaba que todas las religiones eran “cuento”, con el mismo desdén con que consideraba que todas las personas mayores eran falsas. Pronunciaba mal, cosa que irritaba especialmente a la muchacha, y lo único que leía eran los titulares de las revistas; era “la clase de muchacho”, según ella, “que cree que Bach es una marca de cerveza”. Tenía ideas muy superficiales sobre la política y consideraba al gobierno como un mal porque “te quita toda la libertad”; era ingenioso y listo, pero deficiente en cuanto a contenido. Su máxima afición eran los coches deportivos, acerca de los cuales poseía y exhibía extensos conocimientos. Resultaba evidente que existía también muy poca base para que se entablara una relación Adulto – Adulto entre ellos, de cierta duración por lo menos. A ese nivel, ella se sentía frustrada y él se aburría mortalmente.
Examinamos después el Niño de cada uno de los dos novios. El Niño de la muchacha estaba hambriento de afecto, deseoso de agradar, a menudo deprimido, y era extremadamente sensible a la menor sombra de crítica, que reproducía en ella un poderoso sentimiento de “NO ESTAR BIEN”. No podía sobreponerse a la idea de que “un chico tan guapo” se hubiese enamorado de ella. No había tenido muchos pretendientes y se había considerado siempre vulgar y de facciones tan corrientes que, según ella, nadie habría podido reconocerla después de haberla visto una sola vez. Para ella había sido algo maravilloso el hecho de que aquel Adonis rubio y buen vividor le hubiera hecho caso, y no podía renunciar fácilmente a la gloria de sentirse amada y deseada. Cuando estaba con él se sentía “BIEN” como nunca se había sentido, y era difícil resignarse a perder aquella sensación.
El Niño del muchacho, por su parte, era agresivo, egoísta y maniobrero. Siempre “se había salido con la suya”, y se proponía salirse también con la suya con ella, lo cual formaba parte del problema, puesto que el Padre de ella no le permitía gozar de los placeres exóticos que el muchacho le invitaba a compartir. El Niño del muchacho, pues, había contaminado al Adulto, y el Padre era tan débil en él que no sólo era incapaz de sopesar las consecuencias, sino que consideraba que la sola idea de las consecuencias era estúpida y puritana y prefería, como Escarlata O ́Hara, “pensar en ello mañana” A nivel Adulto – Adulto, y lo que había a nivel Niño- Niño pronto produjo importantes perturbaciones en el Padre de la muchacha. La relación empezó a cuajar en un nivel Padre- Niño, en el cual ella asumía el papel de crítico y responsable y él el de Niño caprichoso y testarudo, reproduciendo así la situación original de su verdadera niñez.
Esa evaluación del P-A-N fue algo completamente distinto de un simple juicio acerca de las “cualidades” y los “defectos” de los dos novios. Fue una búsqueda de datos objetivos acerca de cada uno de ellos, con la esperanza de predecir qué clase de relaciones podían establecerse entre ellos en lo futuro. Después de pensarlo mucho, la muchacha decidió romper las relaciones, considerando que prometían muy poca felicidad para los dos. Además, ese análisis ayudó a la muchacha a comprender que su Niño “que no ESTA BIEN” era vulnerable a las insinuaciones de hombres que “le eran inferiores”, porque tenía la sensación de que no valía lo bastante para “un chico realmente estupendo”. No sólo descubrió por qué aquellas relaciones no eran complementarias sino que descubrió qué era lo que realmente buscaba en un hombre, y en adelante actuó en esa dirección, no sobre la base de su posición de “NO ESTAR BIEN”, sino sobre la base del respeto a sí misma que acababa de adquirir. No todas las relaciones contrastan de manera tan clara. Ella tenía un padre fuerte y él un Padre débil. Hay muchos casos en que ambas partes tienen un Padre fuerte, pero con un contenido religioso y cultural diferente puede plantear graves dificultades si cada parte siente la fuerte necesidad de guiarse por los criterios de su Padre sin someterlos a crítica. A veces esa diferencia se disimula durante la primera fase del matrimonio, pero aparece con toda su fuerza con el nacimiento de sus hijos. Aunque un judío accede de antemano a permitir que sus futuros hijos sean educados en la fe católica, según los deseos de su futura mujer, que es católica, eso no quiere decir que no pueda sentirse profundamente dolorido o turbado por ello cuando llegue el momento de la verdad. Aquí el sentimiento es el de “mi religión es mejor que la tuya”, que pronto se traduce en “mi gente es mejor que la tuya”, y, finalmente, en “que yo soy mejor que tú”. Esto no quiere decir que sea imposible resolver diferencias de ese tipo, pero para ello se requiere en cada una de las dos partes un Adulto emancipado que actúe sobre la base del “YO ESTOY BIEN-TU ESTAS BIEN”.
Fuente: Yo estoy bien, tú estás bien de Thomas A. Harris